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Uy Festival

Este festival, organizado por la Corporación Latinoamericana Misión Rural, Pacifistas sin Fronteras, el Gimnasio Moderno, La Red de Editoriales Independientes y Beccasssino Publicidad, con el apoyo del Ministerio de Cultura ha buscado convertirse en un escenario de cuestionamiento crítico de la categoría del miedo, generando procesos de reflexión y análisis en torno a este sentimiento. Se hace necesario ver el miedo de forma analítica, en especial en el contexto colombiano actual, donde los ciudadanos debemos tomar nuestro pasado violento para construir un futuro que también genera pánico. En ediciones pasadas nos han ocupado temas como “los miedos de las mujeres”, “los miedos de la víctimas”, “los miedos en torno al sexo y la sexualidad”, entre otros miedos.

martes, 27 de noviembre de 2012

Ganadores de la convocatoria de narración escrita

Primer lugar
NIÑO DE AGUA
Escrito por: Paola Nieto

—Tengo miedo madre.
—No tenga miedo a la muerte mijo. Téngale miedo a la piedra que es dura y fría como algunos hombres. La piedra hiere y luego se juaga con lluvia. Se seca al sol con la barriga pelada y nunca llora. No llora mijo.
—Yo sí madre.
—Llore mijo. Mi hijo de agua. Once años enteritos hace que el río lo recibió a usted de mí, aquí nomás. Llore mijo como llora el río. Caballitos rojos lo esperan más abajo, va a ver.
—Ya vienen las tropas madre. En los crujidos de la lluvia crujen sus risas. Siento sus ojos, madre. Ahí vienen con sus truenos.
—Nunca te alcanzarán mi hijito porque esos truenos son falsos. Son espantajos de cobardes no más.
—Pero igual matan, madre.
—Si sólo fueran sus truenos… pero son peores sus manos que sus armas. Las armas solas no violan, no rajan, ni descuartizan. Las manos de esos hijos de piedra, son peores mi hijito.
— ¡Vámonos madre!
—No hijo. Usted es del río.
—Está crecido madre.
—Corra mijo, cabalgue por el río como cabalgaba su alazán, grande y parejo. Usted también está crecido. Y su corazón también golpea al viento con ese pecho de bronce. Caballitos rojos mi retoño, piense en los caballitos de agua.
— ¡Venga conmigo!
—No, Yo le haré tiempo.  

Un niño de agua ya corre y canta por el río. Y en un sorbo del río ya viaja al mar un corazón de indio.

—No se lo voy a repetir más. ¿Dónde está el muchacho?
—Mi comandante, ya llegó usted tarde. Búsquelo aquí pa´bajo, porque yo, ya se lo regalé al río.         

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Segundo lugar

Arena del Pacífico
Escrito por: Isabel Cristina Salas

Soy José, tengo 29 años, soy negro y vengo de López de Micay. Hasta hace 20 días solo sabía pescar, y también pelar los peces, venderlos y cuando había fiesta, prepararlos.

También sabía tocar marimba y cantar. No es que haya dejado de saber, es solo que ahora no lo puedo hacer. Vivo en Bogotá. Todas las mañanas y todas las noches, tiemblo de frío.

A esta ciudad le falta calor, le falta mar, le falta sal.

El domingo estaba escribiendo, porque aunque no parezca, escribo poemas, escribo en
un diario y sobre todo, escribo canciones. El domingo, en la pieza donde vivo, estaba escribiendo una. Iba por el coro, un grito melancólico en el que repito como un desesperado cuánto extraño mi pueblo, cuando un chorrito de arena me cayó en la oreja. Al principio me asustó, era como si un dedo frío me acariciara. Me encaramé en una silla, revisé el techo y no había nada. Me senté de nuevo, volví a mi canción hasta que un indiscutible olor a mar me hizo mirar de nuevo hacia arriba. Unas goticas de agua cálida salían por entre las tejas de zinc. Tomé una en mis dedos, la olí y la probé, era agua de mar.

Corrí fuera de la casa, pensando que se trataba de una broma pesada del primo con el que vivo. Sobre el techo había dos figuras negras, tan negras como yo. Una grande y otra más pequeña. Entrecerré mis ojos para tratar de ver mejor, y virgen santísima, era mi padre y mi hermano. O los fantasmas de ellos. “No te asustes hijo, seguimos contigo así nos hayan matado”. “Hermano, vamos a convertir esta ciudad en una rumba, en una rumba como las de la tía Clemencia y ningún guerrillo nos va a poder parar”. A ambos los mataron en una fiesta, llegaron 20 tipo armados y no los dejaron celebrar más, porque sí.

Luego de hablar, desaparecieron. La verdad, no sé qué quiso decir mi hermano, y no sé tampoco si me estoy volviendo loco. Pero desde hace una semana, siento esta ciudad menos fría, el sol sale todos los días, la gente anda con menos ropa encima y alrededor de mi casa ya hay un lago salado y una playa de arena oscura, caliente, de esa con la que los castillos no pueden levantarse, y estoy seguro que es arena del pacífico.
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Tercer lugar

Decían
Escrito por: Ana María Puentes


Era un guerrillero, decía el militar.

Era un falso positivo, decía el gobierno.

Era una noticia, decía la prensa.

Era un escándalo, decía el público.

Era una verdad incómoda, decía la nación.

Era un pandillero, decía la vecina.

Era un buen parcero, decían los amigos.

Era cadáver, decía Medicina Legal.

Era mi hijo, decía la madre mientras secaba sus lágrimas con su manga sucia y se dejaba
apartar del cajón a la luz de las cámaras, de la familia, del país.

Es uno más, dice con voz solemne y penetrante la Historia, avanzando entre sus otros hijos.

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Mención de honor


 Carreteras secundarias
Escrito por: Rafael Chacón Reina

Ay señor! -exclamó para sí-, mientras miraba las luces traseras del camión que circulaba delante suya. Y dizque en mi país a estos camiones les llaman mulas jajaja, esta hijueputa mula va a paso de mula, jajaja, por qué será que les llaman mulas, será por qué van cargaditas, por eso va tan lenta la triple... y de qué irá cargada esta barrigona?

Y otra vez volvía a pensar cuando se ganaba la vida de chófer, transportando cualquier cosa, a veces ganado, a veces piezas de repuesto, a veces plátano, hasta caucho últimamente había cargado y se acordaba de ese verde tan berraco del paisaje, y la paradita en el puteadero de la Lili si la cosa había ido bien y sobraba tiempo. Y al día siguiente de nuevo la faena, sólo descansaba cuando algún festivo suelto. Ay, tanto trabajar, y tanto por tan poco, pero qué bien se vivía, qué carajo! Siempre tuve techo y diez lucas para media de ron y cigarrillos.

Qué culpita señor, si a don Ceferino se le averió la mula, pero la de carne y hueso, y tuvo que esperar al cuñado para que le echara una mano con la carreta, y a empujones desde su finca por esa trocha tan hecha mierda, llegaron sudando que ni el putas después de una noche con las de Lili, y ahí me agarró la oscuridad, y en el trópico cuando se hace de noche se hace, y me lo advirtieron: no salga hermano, mire que soldado avisado no muere en guerra, pero qué guerra ni qué vaina hombre, si yo soy hombre de paz no me ve, y tenía el agujero por donde se evacua encogido porque a mí no me gusta salir con la noche encima, pero qué mierda, no le podía quedar mal a don Luis que esperaba los bananos de don Cefe ni a don Heliodoro que esperaba unas cajas de don Victor, el forastero recién llegado.Y tuerto de un cocuyo, porque las desgracias no vienen solas, y a mitad de camino por el puentecito donde se bañan los pelaos cuando aprieta la calor, cuando más despacito iba, me los encontré de frente con las eme dieciséis. Tranquilo doctor, afloje el motor que vamos a echar una revisadita. Ay señor! quiénes son estos hijueputas, y uno se quedó plantado delante mío y el otro se fue para atrás, y yo escuchaba como abría la compuerta y corría la lona, y decía uy cuánto banano, pa qué clase de fiesta va hermano, y en estas cajitas qué lleva don, me permite? Pero que bien cerradas están las condenadas, a ver, Wilson véngase para aquí y me ayuda a abrirlas, y usted no se mueva si no quiere tener una desgracia, que éstas las carga el diablo, y yo sentí el mayor miedo que he sentido en mi alegre vida pensando qué mierda llevarán esas cajas de don Victor y tal como se me vino a la cabeza la puta imagen pisé tan a fondo el acelerador que por poco le hago un hueco al piso y los de verde rodaron para atrás y salieron despedidos al pavimento y al rato se escuchó una ráfaga, y desde entonces por más tierra y agua que he puesto de por medio, no se me sale del cuerpito la sensación de extreñimiento cuando me agarra la noche en la carretera.
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Los banquetes de la corrupción.
Escrito por: Richard León

… plantado de frutos
sangrantes y carnosos…

Shinutoki Waisshoda.

Las aves no han venido. Son siempre las primeras en enterarse, en adivinar en el aire los vientos de nuevos conflictos. Yo, ni modo. Ni moverme puedo de esta tierra moribunda. Mis antepasados vivieron y murieron aquí, se alimentaron y bebieron de esta misma tierra, crecieron y engendraron y se multiplicaron aquí mismo. Aprendieron, y me enseñaron justamente, a apreciar la visita de las aves viajeras, el dulce y cálido viento del norte que nos acaricia y conmueve de cuando en cuando, toda vez que la vida no es favorable. También me enseñaron a mirar con indiferencia los actos infames de hombres perdidos y de corazones negros como carbón. «No te fíes de ellos», solía decir mi padre. «Siempre encuentran caminos para la destrucción de quienes les rodean», sentenciaba áspero. ¡Vaya si tenía razón! Desaparecería un par de semanas después, arrancado violentamente de su pasiva vida, de la tierra en que había enraizado.

Antes incluso los niños solían acercarse, corretear de un lado a otro, esconderse bajo nuestra sombra, trepar y reír al caer como frutos maduros. Como las aves, ya ni los niños se suelen ver. No después del primero. A menos que vengan llenos de espanto y lágrimas y mocos, agarrados con fuerza de las faldas de sus madres, como queriendo protegerse de alguna manera del horror.

Al primero lo trajeron amoratado y deforme, hinchado de tanto golpe. A rastras. Lo tiraron en el fango, revolcándose como un gusano. Lo levantaron y amarraron al seco tronco. El hombre negaba violentamente, pero lo que dijera ya no importaba, ya había sido condenado. Entonces, uno de los hombres le paseó el filo de un metal por la garganta. La sangre brotó y se derramó como savia por su torso desnudo y las arrugas del tronco, formando un charco ávidamente bebido por la tierra. Fue entonces cuando comprendí que la vida se alimenta de la muerte, que otros nacerán de nuestros cadáveres descompuestos. La sangre se filtró a través de la tierra, subiendo luego por mis raíces. La bebí con fuerza y aplomo. Nutrido con la sangre de aquellos anónimos cadáveres pudriéndose a mis pies, seguiré viviendo. Pero la tierra se torna estéril y ocre con cada nuevo muerto. Mi tronco y mis raíces también. Adquieren el ocre color de la muerte del hombre. Mis frutos rebosan con los gusanos de la putrefacción. Terminaré embriagado, envenenado con el tóxico líquido de la sangre del hombre. Corrupto. Ahogado en sus muertes, encontraré mi muerte.

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BANQUETE
Escrito por: Álvaro Iván Ortegón González

Soy de raza negra. Vivo con mi mujer y mi madre en una casa construida con tablas de madera. No tengo trabajo pero vendo drogas y con ello sostengo mi familia. Es difícil este camello ya que en mi país persiguen a los vendedores porque a veces a los policías y a los políticos no se les paga su codiciado soborno.

Cierto día, me disponía a armar las papeletas y los baretos pues la merca había llegadoDe pronto, a lo lejos escuché: -“¡el lobo, el lobo!”, lo cual en el barrio significa: “¡la policía, la policía!”. Entré al fondo de mi casa, guardé la merca, saqué los fierros y junto a mi mujer y mi madre nos acurrucamos en un rincón del patio. Sólo se oía gente llorando, otros gritando hasta que cesó la algarabía. Me dispuse a subir al techo para saber qué había pasado, pero el sonido de hachazos sobre la puerta principal detuvo mi aliento y pensé: “no les pagué a estos perros y me la vienen a cobrar”. -Escóndete bajo el lavadero y cúbrete con la ropa de cama –decía mi madre- que yo arreglo esto por las buenas. Hice lo que me sugirió sin soltar mis 9 mm. ¡Pum, crash! Entraron a la casa tres policías. -¡Dónde está ese cabrón! –decía el único de tez blanca- ¡… No mientan perras… no vuelvo a repetir, donde está! ¡Vida negra! Es con la muerte que entienden estos pobretones… Mi madre fue la primera que cayó por la ráfaga de plomo, seguida de mi mujer que murió mirando hacia mí por última vez.

-Vámonos que aquí no está ese… - En aquel momento salí de ese agujero y le disparé a cada uno con la ira y vendetta de un demonio. Decidí sacar los cuerpos con mi amigo J -que había venido al escuchar los disparos- y los depositamos cerca a la entrada de mi vivienda.

-Dales algo de vestir a tus vecinos para que no digan nada, me dijo el JRegresamos a buscar ropa y comida. Llenamos dos bolsas grandes como si fueran de basura y atravesamos el portón. Pero, oh sorpresa, los cadáveres ya no estaban… Me dieron náuseas y caí desmayado… Poco después abrí mis ojos y rememorando qué era lo que había visto, llegó a mi mente una imagen: una familia de vecinos, enrumbados y ebrios, asando el torso de una de los uniformados y el hijo mayor, con el hacha que despedazaron mi puerta, partía el muslo carnoso del lívido policía.

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Gritando en silencio.
Escrito por: America Alejandra Niño

Me encontraba en casa con la familia, cerca de las montañas y el rio, danzábamos alrededor del fuego, comíamos maíz, tomábamos chicha, sentíamos la hierba bajo los pies, oíamos las risas de los niños y también el silencio. La vida era buena, recuerdo ceremonias donde agradecíamos al agua, al sol, a la tierra y al gran espíritu por mantenernos allí; por permitirnos ser. De repente escuche algo que se acercaba de prisa, era una brisa oscura que arrasaba con toda la vida a su paso y salpicaba de sangre a quien se resistiese.

Las plantas susurraron a mi oído que cerrara los ojos, que aquello que se acercaba era cruel, violento, sangriento, que tendría que cuidar mis palabras y refugiarme profundamente en el silencio. Así lo hice, tome a mis hijos y me hice un espiral con ellos dentro, protegiéndolos del mal, llenándolos de capas que guardasen su inocencia, nuestro amor.

Cuando pasó suficiente tiempo respiré profundo y abrí los ojos. Ahora me encuentro aquí, un lugar gris donde no hay plantas, montañas, danza al fuego o maíz. Mis pequeños lloran de hambre y mis pies solo pisan asfalto. Sin embargo el viento continúa soplando y enredando en mi pelo la esperanza de volver. El sol sale cada mañana y me carga de energía cósmica para continuar resistiendo, amando, sintiendo y pensando luz.
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REINVENCIÓN
Escrito por: Johanna Osorio

El 12 de octubre de 1492, llegaron a Europa tres canoas de América del Sur encabezadas por el cacique Nuyahmón y algunos indígenas, quienes traían canastas llenas de frutas, flechas y lanzas. Los españoles aterrados recibieron la ofrenda y les dieron a cambio armas y espejos que los indígenas recibieron con indiferencia. 


Nuyahmón los sentó alrededor de una fogata que invocaba sus pasados y los españoles escucharon con atención ignorante las palabras del cacique, quien, acto seguido, se armó con sus hombres y durante diez años, en una feroz carnicería, aniquilaron esa terrible raza que se expandía como plaga sobre su América amada. De los españoles no se volvió a saber nada, su tierra está deshabitada y hoy, 519 años después, se habla de ellos como una cultura subdesarrollada que subestimó la astucia de un pueblo unido y ante todo, las facultades de Nuyahmón, hijo del tiempo.


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VIRGEN CON HORMIGAS
Escrito por: Julián Alberto Hernández Aranzazu.


Estaba desnuda sobre el césped, pegajosa y mareada. Las hormigas le subían por las manos y se iban quedando inmóviles sobre la piel blanca. El sol ardiente la insolaba. La hermosa y humilde doncella del pueblo ahora era una masa caoba con cabeza roja. Con delirio, se estremecía entre el dolor y el placer, dos límites apenas perceptibles de un círculo.

Las mejillas y la frente colorada a punto de asemejar el color de la sangre. Escasos puntos negros en la cara como inquietas pecas en frenética danza, se aferraban a la carne con tenacidad. El cabello de ébano, la silueta caoba sobre el verde césped, un zapato blanco y el vestido celeste, eran plasmados con los más intensos colores de la paleta. La piadosa mueca de dolor contenía el misterio de un amor virginal.

En la posteridad, esa cruel mañana de sol sería ovacionada por millones de cómplices entusiastas ante la genialidad del artista.

La firma escarlata en la esquina inferior derecha del lienzo, estaba escrita con sangre.

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Confusión

Escrito por: Felipe Paris

Ahí nos quedo el paseo, el sancocho en leña, el charco y la cerveza. Llego el ejército y nos dio miedo que nos confundieran con campesinos.

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EL TERCERO
Escrito por: Julio César Goyes Narváez

En la fotografía los dos amigos mueven con parsimonia las manos, el de la izquierda es alto y luce un piercing en la nariz como toro indomable, lleva el pelo largo que rima con las cuerdas de su guitarra; el otro, más bajo y robusto, aprieta un libro contra su medallón barato, sonríe, tal vez por fotogenia. Los recorta el claroscuro del barrio en la loma y el poste de luz que declina. Este disparo eternizó la tarde en que se celebraba la entrada, de uno de ellos, a la democracia; fue capturada por el azar de un tercero y torna, una y otra vez, como una película impropia que no se puede editar. En los barrios populares hay copias de esta fotografía pegadas en los postes, por todo lado se pregona que los han desaparecido. La voces curtidas de los noticieros niegan la ignominia, quizá huyeron perseguidos por el anhelo, la ambición, la fatiga del futuro. Las autoridades, en cambio, son más eficaces, su investigación ha comprobado que los dos amigos atestan las ciudades junto a los desplazados del sueño. Volverán –dijo un funcionario– con hambre de supermercado; este es un país de garantías. Los chicos son así, no tienen reposo en ningún sitio, exclamó una fiel oyente en la radio. En las esquinas, como un aparecido, el tercero trafica con su desconsuelo, vende serenatas para orejas que no olvidan. Lo conozco, lo he visto apagar su cigarrillo y cruzar la calle, sé que despojado de su disfraz, por alguna puerta, entra en la noche.

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EL CHAPUCEAR DE LAS GOTAS
Escrito por: Jerson Stiven Lizarazo Lizarazo

Los guijarros rodaban cuesta abajo. Ensordecedores estruendos orquestaban la lluvia más intensa que haya caído jamás en las montañas.

El golpeteo inclemente de las gotas en los techos de las carpas contagiaba sus propios ritmos a los corazones militares, ordenándoles latir al compás de la lluvia. Los fusiles yacían dormidos en las carpas de sus amos. La luz danzante de las velas daba una tenue ilusión hogareña al resguardo improvisado. Algunos hombres leían cartas femeninas, otros secaban diligentemente sus calcetines empapados de sangre inocente y unos tantos revivían los aconteceres de la masacre. La soledad de las montañas, el baile taciturno de las velas y el chapucear de las gotas arremolinaron de pesadumbre y vacío a treinta y seis almas, distribuidas en diez albergues.

En la carpa del Sargento Primero no había vela, ni fusil, ni subalternos. Solo un hombre, sentado sobre una manta y palpando la oscuridad. Escuchaba en las goteras nocturnas el traqueteo de los fusiles, bramando, lastimando, asesinando seres sin culpa. Sentía en los truenos celestiales las gargantas de los inocentes, rasgándose en gritos de dolor y clamores de piedad. Algo dentro de sí le decía que no debió ordenar a sus hombres halar del gatillo en contra del pueblo, de aquellos a quienes habían de cuidar.

La humedad del aire apagó, una a una, las luces temblorosas de las carpas subordinadas. La culpa abrazó a todo el pelotón, como una madre lo haría con sus desprotegidos hijos. La culpa los arropó y los unió a todos, susurrándoles «No estás solo. Tus cursos sienten lo mismo que tú. Todos están juntos». En la noche oscura y con las gotas golpeándolos directo al alma, los soldados concentraron sus fuerzas en desear que cada bala disparada regresara a su cartucho. Desearon que cada corazón campesino dejara de derramar su sangre en la tierra que ellos habían bañado de muerte.

Las lágrimas rompieron con la dureza de treinta y seis rostros ajados.

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ESTRELLA SIN LUNA.
Escrito por: Juan David Bastidas Pantoja

Estrella esperaba que la oscuridad de la noche le permitiera abrirse paso por el denso bosque, hasta llegar a la cascada, en cuyas cuevas encontraría refugio. Detrás de ella, las llamas consumían el pequeño poblado, mientras los gritos de terror y dolor se entremezclaban en el aire. La joven avanzaba con la túnica desgarrada, los brazos y piernas arañados por las ramas de los árboles, y la sangre brotando de la comisura de los labios. En la mano llevaba un cuchillo ensangrentado. Todos en el pueblo habían escuchado los rumores de viajeros, sobre pueblos enteros arrasados por la sevicia y cobardía de unas bestias sanguinarias con aspecto de hombres, que atacaban en las noches sin luna, al amparo de la oscuridad total. Los más ancianos aseguraron que nada sucedería, pues estaban protegidos por las leyes de los Señores de los Altos Castillos; pero los más jóvenes habían aprendido que las leyes no eran más que pantallas de humo, que ni protegían a la gente, ni le permitían defenderse. Aun así, las voces más jóvenes fueron opacadas por la terquedad de sus mayores y, una noche sin luna, todas las voces de la aldea se convirtieron en un único alarido de dolor y muerte, del cual Estrella pretendía escapar. Aquel monstruo estaba herido, pero ella podía escuchar sus pasos sobre la hierba húmeda. Por momentos, Estrella recordaba el estruendo de pasos en su hogar, los golpes que abrían las puertas, y aquella figura sin rostro que se abalanzó sobre ella, hurgando en su cuerpo y golpeándola con ira mientras ella, sin saber cómo, empuñaba un cuchillo que casualmente descansaba sobre su mesa de noche, y hería varias veces a su captor, desesperada, hasta que pudo liberarse y escapar hacia el bosque. En cuanto llegó a la cascada, Estrella atravesó la cortina de agua que se precipitaba desde lo alto de la montaña, y se acurrucó, empapada y temerosa, en una de las cuevas que se ocultaban detrás de la caída de agua. Ahí, encomendándose a los dioses de su gente, Estrella esperó con el cuchillo en las manos, a que su perseguidor perdiera su rastro y a que todo terminara; sin embargo, aunque sobreviviera, Estrella era consciente de que nada borraría de su mente el recuerdo de la sangre de su pueblo, que bestias sin rostro habían derramado con sevicia, durante aquella noche sin luna…
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Víctima o Verdugo
Escrito por: Rafael Chacón Reina

Cuando a Julio Calarcá le propusieron trabajar espantando indios, era casi un niño, y aún no había tenido necesidad de saber distinguir el bien del mal, digamos que vivía en la feliz inocencia de quien sólo se había debido preocupar de sus funciones biológicas, y cuando uno está en la cosa de la supervivencia no hay debate moral que valga, por eso tardó medio minuto en pensarlo y medio segundo en dar una afirmativa, total qué más se puede hacer en un sitio con esa calor tan jodida.

Una vez estuvieron todos los reclutas, los pusieron en fila y les dieron a cada uno un palo de los que escupían fuego para hacer ruido y un machete para abrirse paso en la maleza y les dijeron: "Cuando los oigan disparen, no esperen siquiera a verlos, son indios pero no bobitos, los malparidos devuelven las caricias. Normalmente el ruido es suficiente para ahuyentarlos, si tienen algún problema suprímanlos". Aquella frase se le quedó grabada a Julio, qué mierda sería aquello de la supresión, pero no se atrevió a preguntar porque le intimidaba el tono que empleaba el patrón, ya lo averiguaría más adelante.

Desde donde les dejó la camioneta, caminaron durante día y medio, luego navegaron dos días río abajo y finalmente llegaron a un campamento de malocas y barracas cubiertas con hojas de palma. Los que mandaban la expedición se guarecieron en las malocas y los peones en las barracas. Esa noche Julió creyó perder la inocencia y no pudo conciliar el sueño hasta bien entrada la noche: ¿por qué los blancos querrían echar a los indios de sus tierras?

Al día siguiente Julio tuvo la experiencia más maravillosa y aterradora de su vida: vio a cubeos, o quizás eran yurutíes, bañándose en el río, ellos desnudos completamente y ellas como su diosito las trajera al mudo, con sus bebés en los brazos. Paulatinamente se fue acercando hasta quedar absorto contemplando aquella imagen, tan idílica, que le pareció haber nacido de nuevo en un mundo más bondadoso y humano. El ruido atronador de un escopetazo al aire lo sacudió brutalmente, despertando a uno y otros del sueño. El más esbelto de los indios irguió la cabeza, lo miró fíjamente y empuñó algo parecido a una lanza, Julio se abrazó a la suya, entonces sus músculos se engarrotaron y el tiempo se detuvo, toda su vida le pasaba fugazmente por la cabeza dando marcha atrás, quiso saber qué hacer y cuando por fin se le vino a la mente la misteriosa y terrible palabra como respuesta a su situación, entendió, y decidió suprimir a ser suprimido.

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